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jueves, 26 de octubre de 2017

EL MELONAR. CAPÍTULO UNO.

Había una vez en un pueblo un gran melonar, un melonar del que se cosechaban los más dulces melones de la comarca.
Era inmenso, grande, con sol, magnífica tierra, y mejor agua, envidiado por la mayoría de los cultivos colindantes.
Por aquel entonces, y después de una cruenta discusión, se lo quedó Paco en arrendamiento de por vida.
Estaba dividido en parcelas, unas más grandes y otras más pequeñas, pero la producción se vendía en conjunto y el precio se equiparaba a la media de la calidad de los melones que se producían.
Las parcelas eran sembradas, regadas, se le quitaban las malas hierbas, se recogía y demás labores, por capataces, cada uno en una parcela, y estos tenían personalmente su cuadrilla.
Había unas parcelas que delimitaban parte del territorio del melonar, y estás, tenían salida directa al camino por donde entraban y salían los tractores que surtían y recogían el producto de todo el melonar. Paco, influenciado por los antiguos arrendatarios, siguió y amplió los beneplácitos para esas parcelas; le cedió más cantidad de agua y más abono; las cuidaba mejor de las plagas, y por tanto, la producción era mayor y mejor que la de las demás.
Muchos peones de otras parcelas, dada la poca producción de las suyas por la dejadez del suelo, se trasladaron a las parcelas más prósperas para ganarse el pan, no tumbados a la bartola, sino trabajando duro, incluso propiciando que los que trabajaban ya en esas parcelas, vieran aliviadas sus labores al delegar esos trabajos en los que venían de fuera.
Cuando Paco murió, haciéndolo sin descendencia, el pueblo le concedió el arrendamiento a Juan Carlos, al que Paco había estado preparando para ello durante muchos años. Juan Carlos y sus apoderados sucesivos siguieron manteniendo el beneplácito a estas parcelas, muchos de los capataces y ayudantes de capataces hacían  desaparecer melones y más melones sin que nadie se diera o quisiera darse cuenta; y como todo lo que se hace mal, sin que ninguna persona denuncie, la producción de melones fue bajando; eso y la crisis producida por la plaga de los "pulgones constructores",  hicieron que casi la mayoría de las parcelas mermaran su producción, al producir menos, los beneficios fueron menores, y al no recortar los sueldos de los capataces ni los beneficios de los apoderados, la reducción de beneficios se cebó con los de siempre, los que doblaban el espinazo en cada carril del melonar.
Las parcelas más productivas, esas que fueron tratadas con privilegios que no tenían las demás, fueron paliando las pérdidas de otras desde la llegada de la plaga; mientras la producción general, si bien reducida, se hacía suficiente para que el melonar siguiera siendo rentable.
Juan Carlos, el arrendatario, ya mayor, cedió el puesto a su hijo Felipe, al que también había preparado para ello durante muchos años; este se hizo cargo del melonar junto con sus administradores y capataces; algunos, como antes relaté, fueron acusados y condenados de quedarse con melones de la finca, incluso algún familiar del mismo Felipe, aprovechaba su condición para llevarse también algún que otro melón.
Un día cualquiera, el capataz de una de las parcelas que conectaban directamente con el camino; decidió, arengar a los sub-capataces y a los obreros  diciendo: 
-¡Si construimos  una valla que nos separe de las demás parcelas, como nuestros melones son mejores que los de los demás, nuestro cupo será más grande ya que no tendremos que repartir los beneficios con los otros pobres desgraciados, que tienen peores melones, porque trabajan bastante menos que nosotros.
Mariano, administrador de Felipe tuvo que enviar a los guardas forestales a la parcela para que intentaran impedir la construcción de la valla; se lió parda; nadie quería melones de esa parcela, ¡Que se los coman con "papas" entre ellos mismos!, decían los parroquianos. Algunos intermediarios del comercio, decidieron cambiar el lugar de carga, dada la inseguridad de la parcela, y la producción se fue mermando paulatinamente, pero con rapidez, y ya algunos de los peones empezaron a estar molestos.
Los peones discutían encarecidamente con los de otras parcelas,  incluso con los de su misma familia, que quedaron relegados en sus parcelas de origen.
El capataz y los sub-capataces seguían en sus trece, dale que dale, sin ser conscientes de la debacle "melonar" que se avecinaba, el administrador decidió enviar a capataces de otras partes del melonar para que hicieran que esa parcela volviera a la normalidad.
De momento, así está la cosa...
Continuará...



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