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lunes, 16 de abril de 2018

EL CORTAUÑAS Y EL ESPEJO.


Desperté muy temprano, era domingo y no había dormido nada bien esa noche, no comprendía porqué, pero así era; mis ojos abiertos de par en par miraban al techo, y el despertador no había sonado siquiera; incrédulo miré de reojo al radio-reloj y la luz que desprendía dibujaba un seis y un cincuenta.
Llevaba más de veinte minutos en la cama observando la bóveda blanca de mi dormitorio, y de repente, salté a la alfombra; ya no podía más, me ajusté las zapatillas y pasé al baño…
Me miré en el espejo, y unas oscuras sombras abrazaban la parte baja de mis encarnados ojos, enseñando a la luna de enfrente ese aspecto de desaliñado Conde Drácula que tenía.
Un desperezo profundo me hizo despertar definitivamente; me refresqué, que falta me hacía, y mientras me secaba la cara, súbitamente decidí que era un buen momento para dar un paseo.
Me enfundé mis “leggins” negros y esa sudadera antigua, a la que tenía tanto cariño…
Agarré una minúscula botella de agua fresca, una toalla pequeña, el móvil, la cartera y las llaves de casa y lo introduje todo cuidadosamente en esa mini-mochila que me regaló mi abuela Encarna cuando empecé mis estudios en la Universidad.
Rocé el pulsador que encendía el alumbrado de la escalera y cerré la puerta de casa; bajé pausadamente las escaleras, tenía mucho tiempo, poco a poco, y seguía dándole vueltas a mi desdichada cabeza; no recordaba ningún sueño, ninguna pesadilla, no había despertado durante la noche, pero me seguía invadiendo esa misma ansiedad con la que me había despertado.
Navegando en esa nube de pensamientos arribé al portal del bloque donde resido; abrí la puerta y casi sin pensarlo me encontré en la calle.
Divisé en el horizonte al rey sol que tímidamente me observaba desde la lejanía, destapé todos mis poros y aspiré profundamente el fresco aire de la alborada, esa bocanada de brisa matutina acabó por despertarme definitivamente.
Había tenido la suerte de acabar la carrera en mi ciudad, y fui más suertudo todavía, al encontrar trabajo también allí; no había necesitado cambiar de localidad desde que mi madre me trajo al mundo, y eso, eso era lo que más me encantaba, me gustaba mi casa.
Miré a derecha, oteé a mi izquierda:
-       ¿Adónde voy ahora tan temprano, a la derecha o a la izquierda?
-       Pues a la derecha, es cuesta arriba, así me costará menos trabajo volver cuesta abajo.
Eché a andar a buen ritmo, marcando los pasos en la acera; tenía que tener mucho cuidado porque las raíces de los grandes llorones que adornaban el paseo habían convertido el acerado en una montaña rusa de losas y cemento; también tenía que esquivar los regalos que habían ido dejando los cánidos, o más bien los dueños de esos cánidos, durante la noche; decidí pasear por la alquitranada avenida.
Miraba ensimismado cómo con la luz del Dios Ra, se iban desperezando los pajarillos que se habían cobijado en los árboles para pasar la noche, al pasar me saludaban con unos buenos días musicales, la brisa seguía siendo fresca, pero yo, con el paseo, no sentía ya el primer frescor.
Un poco más adelante saludé al barrendero del Ayuntamiento, que todavía olía a café y copita de aguardiente.
Paso a paso, al mismo tiempo que el sol ascendía al firmamento, se fue desvaneciendo ese malestar con que había despertado, ya me había despejado definitivamente, y la luz había inundado todo el espacio divisable ante mis ojos; volví la esquina hacia una calle, ésta era más estrecha, por lo que las paredes blancas de las casas adosadas a ambos lados, reflejaban la luz como un eco, repitiendo luz, sobre luz y otra vez luz; la calle parecía iluminada como si brillaran mil bombillas.
Anduve entretenido pateando las hojas que había por el suelo, el barrendero todavía no había pasado; olía a limonero, había llegado a un pequeño chale que tenía uno en el jardín, y me detuve unos instantes disfrutando del aroma que llegaba a mis sentidos;  realimentado de nuevo con el perfume, continúe mi camino, reviré tres calles más y un recodo; y de pronto, tropecé de frente con una valla tras la que se veía un campo de fútbol de tierra, unas porterías sin redes, desvencijadas y totalmente oxidadas, paredes descalichadas que daban la sensación de abandono; pertenecían al Colegio Salesiano, actualmente cerrado..
-       Aquí estudié yo mis primeros años, pensé.
De improviso mi mente empezó a cambiar de rumbo, soy un soñador empedernido, imagino cosas que nadie puede sospechar, las escribo, y las novelo, de eso vivo no demasiado mal, ni demasiado bien. Ante mis ojos, por arte de “abacadabra”, los hierros de las porterías se tornaron en un blanco roto adornado de balonazos pardos correspondientes a ilustres disparos al poste; los setos que rodeaban el campo de fútbol crecieron verdes tapando la vista del interior, instintivamente recordé la grieta, en la alambrada que existía en una esquina del huerto que lindaba con el campo de fútbol, esa por donde nos escapábamos del colegio cuando queríamos hacer novillos;  y rodeando rápidamente la manzana me fui en su busca.
Estaba igual, en el mismo sitio, oculta tras el mismo seto que limitaba la calle, agaché la cabeza para introducirme en el huerto, pero…
¡Ya no era un niño!
-       ¡Por Dios, qué difícil!
Como pude, y ayudándome con las manos, que sufrieron los besos de las ramas de las tuyas, entré sin miramientos en el huerto; estaba como antes: lechugas, tomates, habas, zanahorias, berenjenas, calabacines, cebollas y patatas; estas verduras constituían parte de la dieta de las monjitas que regían, administraban, cocinaban, daban clase y trabajaban en el colegio. Al fondo, cerca del limonero, estaba Sor Carmen, quitaba los chupones del árbol para que estos no restaran savia a las ramas que tenían frutos; instintivamente me retiré para que no me viera, e hice bastante ruido la verdad; no oyó nada, ni se movió; no pude contenerme y la llamé:
-       ¿Sor Carmen?
No obtuve respuesta.
-       Siempre estuvo un poco sorda, me dije.
Pero no, hice aspavientos para que me viera, y nada; era como si estuviera pero no estaba, lo veía todo, lo sentía todo, e incluso olía ese dulce aroma de azahar del naranjo que estaba asentado delante de la entrada oculta, pero yo no estaba allí, yo dejé de estar hacía mucho tiempo.
Apresuradamente salí al campo de juego, las porterías tenían las redes un poco desvencijadas, recosidas mil veces y rotas otras mil, los chicos jugaban al fútbol, eran pequeños, pero se defendían bien dándole patadas al balón; todos mis compañeros y amigos estaban allí corriendo, Eustaquio, Guillermo, Manolo, e incluso Enrique, que no era muy futbolero, desafiando el frescor de inicios de primavera con sus babis de rayitas azules, sus pantalones cortos gris marengo y sus zapatos “gorila”; se enharinaban hasta las cejas con el polvo reseco del campo, y me busqué, me busqué por un buen rato…
-       ¿Estaría allí, me podría observar ahora después de tanto tiempo?
No me encontraba por ningún lado del campo.
-       ¿Qué pasaba?, ¿Dónde estaba, si yo iba allí todos los días? Me buscaré por las clases, por el patio, o los servicios, en algún sitio estaré.
Giré hacia la derecha dirigiéndome a las clases, aulas con grandes pilares que sostenían un techo de vigas de madera, perfectamente pintadas; anchas paredes, con ventanales enrejados, y encaladas con escobillas  por las mismas monjitas que allí residían, los pupitres dobles con su hueco para el tintero en el centro, que yo nunca utilicé; la pizarra negra todavía con la palabra “abajo” dibujada con la exquisita caligrafía de Sor María, mi maestra, y su mesa, que estaba vacía; naturalmente los chicos estaban en el recreo, ella estaría en la parte de adentro de la casa haciendo cualquier tarea, de esas tantas que tenía que hacer durante el día, tampoco allí me encontré.
Salí al patio donde se asomaban todas las clases; me deleité, como hacía años que no hacía, con el aroma de las rosas en flor que adornaban el arriate que era el  jalón del parterre. Anduve vagando por los pasillos que conducían a la entrada principal, y tampoco aparecí por ningún lado; eso sí, llegaba a mí olfato ese olor a puchero en ebullición que emanaba de la cocina de Sor Concha. Estaba preocupado, y a la vez ansioso, por verlo que más me hubiera gustado contemplar: a mi maestra, y a mí mismo, pero me resultaba imposible.
Tras el último pasillo salí al recibidor, donde una cristalera permitía la entrada de la luz; a la izquierda estaba Sor Teresa, la portera; ¡Esta si estaba como una tapia!, así que no me importó pasar por su lado sin temor a ser escuchado.
Abrí la cristalera y salí hacia la cancela que delimitaba el colegio de la calle, no podía estar más allí, aquello no era normal; al principio me sentía entusiasmado por lo que estaba viviendo, pero a medida que pasaba más tiempo allí dentro, sentía una desazón tremenda, quizá debido a que no pude encontrarme.
-        ¿Me habría pasado algo, y cuando saliera de ese laberinto ya no estaría, desaparecería en el mismo instante en el que cruzara la puerta del colegio?
Con esa angustia, y ya un poco nervioso, me dirigí a la cancela; a través de los barrotes se veía la plazuela antigua, antes de su reciente remodelación, con sus paredes encaladas, con sus frisos rojos, con los aleros color albero como antaño. Hice el ademán de abrirla, con temor, despacio, bajé la manivela del picaporte y tiré de ella hacia adentro para salir, me volví para cerrarla de nuevo, y al darme la vuelta apareció ante mis ojos la nueva plaza, con la pequeña fuente en el centro…

-        ¡Había vuelto al mundo actual, y estaba bien! ¡Ufff, menos mal!
Torné mi mirada hacia adentro y ante mis ojos, cubierta por una buena mata de tuyas, asomaba la fachada del colegio, tenía algunos azulejos despegados y desaparecidos del mural que cubría parte de la entrada, el suelo estaba cubierto de hojas, y la cancela se mostraba desconchada y un poco oxidada.
Giré sobre mí mismo y decidí regresar a casa para darme una buena ducha, a ver si así me despejaba de una vez por todas,  porque creo que no estaba despierto aún.
Rodeé el colegio y desanduve los pasos que había recorrido por la mañana temprano, eran casi las doce…
-       ¡La doce ya! ¿Por Dios, cuánto tiempo he pasado ahí dentro?
El sol ya picaba en la espalda, y yo aceleraba el paso para llegar a casa, después de un rato, ya me encontraba abriendo la puerta del bloque.
Subí los escalones de tres en tres, no quería ni esperar al ascensor, estaba anhelando meterme en la ducha, un rato bien caliente y después fría, para despejar el espíritu, y es exactamente lo que hice.
Me deshice de la ropa, que ya estaba un poco sudada, abrí el grifo caliente, y el vapor empezó poco a poco desde arriba a inundar el recinto de la ducha; por encima de la mampara volutas de vapor se adueñaban del resto del baño, abrí la corredera y probé con la mano…
-       Suficientemente caliente.
Introduje mi cabeza debajo de la catarata caliente y respiré lentamente el vapor de agua sintiendo una sensación extremadamente agradable, puse un poco de champú en mi mano y comencé a masajearme la cabeza mientras me la lavaba, la relajación era inmensa, y por unos momentos olvidé lo que había vivido hacía nada de tiempo.
Tras ducharme concienzudamente, vino un chorro de agua fría para despertar mi cuerpo, un poco adormilado, a ver si podía ser de una vez por todas.
Descorrí el cristal y salí al baño, una bruma espesa lo inundaba, supongo que por el tiempo que estuve con el agua caliente “despellejándome vivo”; abrí la puerta de aseo para que la espesa niebla desapareciera camino del dormitorio, y así fue. De la ducha caliente solo quedaban los vestigios del espejo; estaba cubierto de un vaho blanco que me impedía reflejarme en él; como siempre hacía, me sequé y me coloqué las zapatillas, cogí el secador y dirigí el chorro de aire caliente al centro del espejo para que se fuera disipando el vapor que lo opacaba.
Empezó a brillar la luz en el espejo…
De repente, apareció reflejado un cortaúñas en forma de guitarra, blanco y negro, muy parecido a la guitarra de John Lennon, que me era demasiado familiar; embargado por la curiosidad seguí con el secador desemborronando el espejo, mi madre aparecía, más gordita de lo que está ahora; ya con el pulso acelerado, al despejarse otra parte, se mostró ante mí un hábito negro de la portadora del cortaúñas,Sor María…
-       ¿Qué está pasando aquí?
Otra vez me invadió esa desazón que sentí cuando estaba a punto de salir del colegio; como pude, seguí con el secador difuminando el vaho, y entonces me vi…
Estaba acostado en una cama de tubos de metal tapado con las sábanas blancas y una manta celeste, tenía  un pañuelo en la frente y un termómetro en la axila…
-       ¡Dios mío!
Fue lo último que recuerdo haber dicho, me desplomé en el suelo del baño; y gracias al cielo que lo hice hacia la puerta de la habitación, evitando así males mayores, si hubiera caído hacia adentro, no sé qué hubiera pasado.
La frialdad del suelo me despertó, la noche ya se había apoderado de la luz y sentía una punzada cerca de la sien derecha producto del beso que seguramente le di con mi cabeza al enlosado, estaba un poco agarrotado, pero conseguí levantarme lentamente, y me fui directo al baño a plantarme delante del espejo; me reflejé en él, con un verdadero chichón en mi frente. En esos momentos lo comprendí todo, todo se iluminó dentro de mi mente, entendí porqué no me pude observar en el campo de fútbol por la mañana jugando con mis amigos,  también me di cuenta porqué no encontré por ningún lado a Sor María cuando deambulaba por el colegio, y por supuesto entendí todo lo que contemplé en el espejo mientras lo despejaba con el secador.
Cuando estuve en el colegio, observé lo que pasó allí el día en el que por unas impresionantes placas en la garganta y unas fiebres de 42º, falté por primera vez a clase; ese mismo día fue el que me visitó a la hora del recreo, Sor María, preocupada supongo por lo que le había dicho mi madre a la hora de entrar al colegio para justificar mi ausencia.
Me trajo un cortaúñas precioso que hoy he visto de nuevo en el espejo del baño.


                                               
                                                     Corta uñas muy parecido al del relato.



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