Todavía el Dios Ra no había abierto los ojos, no había
despertado; los míos sí estaban de par en par, miraba el techo de la habitación
con el suspiro de luz que emitía el "standby" del televisor del
dormitorio; la luz se reflejaba en la techumbre con un halo verde que imprimía
un color suave alrededor de la lámpara.
Al fondo se escuchaba la diaria melodía del barrendero que iba dando topetazos continuamente con el recogedor amarillo-metálico, barrer no se si barrería mucho, pero abollar coches, contenedores, y quicios de puertas, seguro que sí.
De pronto una ráfaga de luz blanca-celeste inundó el techo de la habitación y se encendió una pantalla en el cielo raso al que miraba.
Estaban mi madre y mi padre preparando la gigantesca sombrilla, rodeada de sabanas usadas, que erigían cada vez que nos acercábamos a la playa en el Seat 600 humeante, sí humeante, había que ponerle agua al radiador cada cincuenta kilómetros.
Me quedé sorprendido al poder cambiar de canal solo con la intención, apareció mi abuelo Manolo intentando hacer una vida normal cuando sus circunstancias no eran ya las más adecuadas por su enfermedad; pero ahí seguía, con sus tropezones, sus caídas y con atragantes a la hora de beber lo que no debía.
Cambio a otro canal y veo a mi hijo el mayor en la cuna, expresando la inteligencia privilegiada que atesora solo con la mirada, todavía no hablaba con la boca y lo hacía con los ojos; mientras, el pequeño se asoma a los barrotes de la cuna con esa mata de pelo negro, pidiendo agua, bendito agua, y con esa faz que ya denotaba su capacidad de impartir clases.
Salto a otra emisora y asoma la rija de un ojo por donde trascurre una lágrima, la escena se va abriendo y tras el ojo aparece una cara, la mía, un traje gris oscuro, unos zapatos negros, un ataúd de madera, y un sollozo de despedida para el que fue mi padre...
¡Qué joven se fue, joder!
Otro canal...
Me siento engañado, traicionado, olvidado, negado, ninguneado, pero esto se difumina en lagunas de humo que carecen de sentido.
Intento volver con mi intención a la emisora que emitía las imágenes de mis hijos, pero me fue imposible, el carrusel de cadenas seguía incansable destilando imágenes y mis sentidos continuaban impertérritos observando el techo.
Mi madre, menuda, delgada se erige inmensamente grande llevando a cuestas todas las labores de la casa, su taller de bordado, las comidas, la ropa, la de su marido y la de sus hijos; ¡Qué mujer más grande en un cuerpo tan pequeño!
En esta nueva escena destaca la estatua de San Fernando de la Plaza Nueva en Sevilla, vista desde arriba, desde la azotea de la quinta planta del Banco de Sevilla; despertaban allí los ordenadores, el desperezar de los módems, de los teclados, de los lectores de códigos de barra, y esa pantalla de fósforo verde que tanto daño ha hecho a los ojos de los operadores.
Zas, una cabellera rubia que se asoma al techo, grande, excelsa, dulce, divertida, con una sonrisa tan atractiva como su mirada...
¡Y va y me guiña un ojo!
Pasa de nuevo el canal, y aparecen amigos que se fueron hace mucho tiempo...
Mi compadre Juanjo con su potente risotada, Vento, Enrique, Guillermo, los Eustaquio, Manolo Hidalgo, y últimamente Julio Castro; intentaba mirar por encima de los hombros de los que estaban en primera fila, para descubrir quién estaba detrás, pero me resultaba imposible, eso sí, era mucha, mucha gente.
Detrás de todos ellos se erigía una potente luz blanca que distorsionaba las facciones de los que se asomaban al techo de la habitación, y que me llamaba; cada vez la luminosidad era más brillante y blanca y cada vez se perdían más las caras de los amigos.
La luz inundaba rápidamente el techo y las paredes de la habitación, la luminosidad era invencible y no tuve más remedio que cerrar los ojos para no deslumbrarme.
Cuando despertó definitivamente el sol, mis ojos continuaban abiertos, pero ya no veían nada, el aire no entraba en mis pulmones y el corazón había dejado de latir definitivamente.
Mi cuerpo quedó ahí, inerte, recibiendo visitas, sollozos, lamentos y lutos, la mayoría de cumplimiento (como decía mi amigo Rafael Sousa: cumplo y miento); pero yo, lo que se dice yo, ya no estaba allí, súbitamente me había introducido en el foco de luz que centelleaba a la altura de la lámpara del techo de mi habitación despidiéndome de mi máquina, de este mundo extraño y de todos los que en un momento perdieron su tiempo en quererme, aunque fuera solo un poco; los demás y las demás (haré un poco de lenguaje inclusivo) me dieron, me dan y me darán eternamente igual.
Al fondo se escuchaba la diaria melodía del barrendero que iba dando topetazos continuamente con el recogedor amarillo-metálico, barrer no se si barrería mucho, pero abollar coches, contenedores, y quicios de puertas, seguro que sí.
De pronto una ráfaga de luz blanca-celeste inundó el techo de la habitación y se encendió una pantalla en el cielo raso al que miraba.
Estaban mi madre y mi padre preparando la gigantesca sombrilla, rodeada de sabanas usadas, que erigían cada vez que nos acercábamos a la playa en el Seat 600 humeante, sí humeante, había que ponerle agua al radiador cada cincuenta kilómetros.
Me quedé sorprendido al poder cambiar de canal solo con la intención, apareció mi abuelo Manolo intentando hacer una vida normal cuando sus circunstancias no eran ya las más adecuadas por su enfermedad; pero ahí seguía, con sus tropezones, sus caídas y con atragantes a la hora de beber lo que no debía.
Cambio a otro canal y veo a mi hijo el mayor en la cuna, expresando la inteligencia privilegiada que atesora solo con la mirada, todavía no hablaba con la boca y lo hacía con los ojos; mientras, el pequeño se asoma a los barrotes de la cuna con esa mata de pelo negro, pidiendo agua, bendito agua, y con esa faz que ya denotaba su capacidad de impartir clases.
Salto a otra emisora y asoma la rija de un ojo por donde trascurre una lágrima, la escena se va abriendo y tras el ojo aparece una cara, la mía, un traje gris oscuro, unos zapatos negros, un ataúd de madera, y un sollozo de despedida para el que fue mi padre...
¡Qué joven se fue, joder!
Otro canal...
Me siento engañado, traicionado, olvidado, negado, ninguneado, pero esto se difumina en lagunas de humo que carecen de sentido.
Intento volver con mi intención a la emisora que emitía las imágenes de mis hijos, pero me fue imposible, el carrusel de cadenas seguía incansable destilando imágenes y mis sentidos continuaban impertérritos observando el techo.
Mi madre, menuda, delgada se erige inmensamente grande llevando a cuestas todas las labores de la casa, su taller de bordado, las comidas, la ropa, la de su marido y la de sus hijos; ¡Qué mujer más grande en un cuerpo tan pequeño!
En esta nueva escena destaca la estatua de San Fernando de la Plaza Nueva en Sevilla, vista desde arriba, desde la azotea de la quinta planta del Banco de Sevilla; despertaban allí los ordenadores, el desperezar de los módems, de los teclados, de los lectores de códigos de barra, y esa pantalla de fósforo verde que tanto daño ha hecho a los ojos de los operadores.
Zas, una cabellera rubia que se asoma al techo, grande, excelsa, dulce, divertida, con una sonrisa tan atractiva como su mirada...
¡Y va y me guiña un ojo!
Pasa de nuevo el canal, y aparecen amigos que se fueron hace mucho tiempo...
Mi compadre Juanjo con su potente risotada, Vento, Enrique, Guillermo, los Eustaquio, Manolo Hidalgo, y últimamente Julio Castro; intentaba mirar por encima de los hombros de los que estaban en primera fila, para descubrir quién estaba detrás, pero me resultaba imposible, eso sí, era mucha, mucha gente.
Detrás de todos ellos se erigía una potente luz blanca que distorsionaba las facciones de los que se asomaban al techo de la habitación, y que me llamaba; cada vez la luminosidad era más brillante y blanca y cada vez se perdían más las caras de los amigos.
La luz inundaba rápidamente el techo y las paredes de la habitación, la luminosidad era invencible y no tuve más remedio que cerrar los ojos para no deslumbrarme.
Cuando despertó definitivamente el sol, mis ojos continuaban abiertos, pero ya no veían nada, el aire no entraba en mis pulmones y el corazón había dejado de latir definitivamente.
Mi cuerpo quedó ahí, inerte, recibiendo visitas, sollozos, lamentos y lutos, la mayoría de cumplimiento (como decía mi amigo Rafael Sousa: cumplo y miento); pero yo, lo que se dice yo, ya no estaba allí, súbitamente me había introducido en el foco de luz que centelleaba a la altura de la lámpara del techo de mi habitación despidiéndome de mi máquina, de este mundo extraño y de todos los que en un momento perdieron su tiempo en quererme, aunque fuera solo un poco; los demás y las demás (haré un poco de lenguaje inclusivo) me dieron, me dan y me darán eternamente igual.
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